Con tono paciente pero firme, el suboficial Miguel Roberto Paz les contó aquella tarde a su esposa, Estela Maris Rodríguez, y a sus dos hijos pequeños, Javier, de seis años, y César, de cuatro, que el deber lo llamaba. El soldado tucumano era uno de los maquinistas de la Fragata Libertad. Y desde el Crucero Belgrano -escaso de manos expertas- se lo convocó de urgencia, junto a 16 de sus compañeros, para completar la tripulación.
“Mis hijos se pusieron a llorar, pero era imposible que él se negara a ir”, relata Estela, ya con 63 años, desde su casa de la localidad rosarina de Granadero Baigorria (Santa Fe). “Entonces -agrega, con voz gentil pese a la tristeza-, Miguel les explicó a los chicos que había prestado juramento sobre la bandera argentina, y que debía luchar por la patria, incluso hasta la muerte. Así que se fue. En ese momento, ni él ni yo sabíamos que estaba embarazada”.
Paz fue trasladado en comisión al Crucero Belgrano el 13 de abril de 1982. Nunca conoció a Andrea, su única hija mujer.
Lejos de Tucumán
Miguel y Estela se casaron gracias a la Armada. Tras cumplir la mayoría de edad, él se enroló en la Marina y se marchó a la Base Comandante Espora, en Bahía Blanca. En Tucumán quedaron su madre, Yolanda -su padre, Roberto, ya había fallecido-, sus tres hermanas y sus dos hermano. Pronto, ya lejos de Tucumán, Paz formó su propia familia.
En los cuarteles se hizo amigo de quienes luego serían sus dos cuñados, Miguel Ángel y Roque Rodríguez. Ellos lo invitaron de visita a su casa, en la localidad cordobesa de San Marcos Sud, y el flechazo con Estela fue inmediato. Se pusieron de novios, se casaron y se mudaron a un departamento en el barrio bahiense de Rosendo López. Allí nacieron Javier y César. Mientras tanto, el suboficial segundo hacía carrera en los compartimientos de máquinas de la Fragata Libertad.
Tomás Agustín Antonelli vive aún en Bahía Blanca y es chofer de camiones. Conoció a Paz en las ruidosas entrañas del buque escuela. “Estaban citando voluntarios para ir a tripular el Belgrano. Necesitaban maquinistas y electricistas. Y nos tocó a nosotros. En total fuimos 17 los enviados en comisión; volvimos solamente nueve”, le cuenta Antonelli a LA GACETA, vía telefónica, desde una parada al costado de la ruta, en la localidad bonaerense de Carlos Casares.
Poco antes de partir a la guerra, Paz y Antonelli se presentaron a sus respectivas familias. “Pasamos por su casa, conocí a su esposa y a sus hijos. Me acuerdo de que mi viejo nos llevó después en su auto a Puerto Belgrano”, rememora.
Después de la tragedia, el regreso a Bahía Blanca fue durísimo. “Entre la congoja y mi juventud, no me atreví a darle el pésame a su esposa. Y no supe más de ella”, explicó el sobreviviente, retirado 10 años más tarde de la Armada. Antonelli sigue cerca de sus camaradas. En 2010, por ejemplo, fue uno de los veteranos que encabezó un tributo a los soldados fallecidos en el Belgrano. En la esquina de Cuyo y La Falda, en una plaza de Bahía Blanca, un monumento homenajea a los caídos el 2 de mayo de 1982. Allí hay una foto del suboficial segundo Miguel Paz. En Tucumán, en cambio, nada lo recuerda.
Una carta
Estela atiende sorprendida el llamado de LA GACETA. Hace mucho que no tiene novedades desde Tucumán. Además, el paso del tiempo y las distancias hicieron cada vez más esporádicos los contactos con los familiares de Miguel. “Tiene dos hermanas que viven en Mar del Plata y un hermano en Buenos Aires”, explica.
Tras el hundimiento del Belgrano, Estela -como muchas otras esposas, madres y hermanas- mantuvo las esperanzas. Recorrió una y otra vez la Base Espora y el hospital militar. “No sabía nada de él; no dejé avión sin revisar”, apunta. Sus hermanos, sin embargo, le aclararon que el ataque británico había sido letal. “El impacto en el sector de las máquinas había sido tan grande que casi nadie pudo salir”, detalla. Finalmente, ella se marchó de Bahía Blanca. Sola, con dos hijos y una bebé en camino, no tenía mucho más por hacer allí.
El 22 de abril de 1982, días antes del hundimiento, el Belgrano pasó por el puerto de Ushuaia para cargar combustible. Allí, por esas cosas del destino, prestaba servicios uno de los hermanos de Estela. Miguel le entregó la carta que llegó poco después a Bahía Blanca. “Me pedía que cuide a los chicos, y que les rezáramos a Dios y a la Virgen, porque él quería volver. Eso, y el orgullo que sienten mis hijos por su padre, me quedaron de recuerdo”, dice Estela, que aun lejos de la tragedia en la distancia y en el tiempo sigue firmando con su apellido de casada, Rodríguez de Paz.